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26 - Los Misterios del Pasado

  Cuando Jennel bajó por la pasarela de la nave, no imaginaba lo que le esperaba en el gran vestíbulo del complejo. Una oleada de aplausos estalló de inmediato. La sala, repleta, era un océano de rostros conocidos y desconocidos: terrestres, Xi, e incluso otros extraterrestres con escafandras presurizadas, venidos a testimoniar su gratitud y admiración.

  Se quedó un instante paralizada por la emoción, sorprendida por aquella acogida tan cálida y sincera. Luego, su instinto la llevó a buscar a Alan con la mirada. Lo encontró rápidamente, algo apartado, observándola con esa mirada que tan bien conocía: la de un hombre orgulloso y profundamente enamorado.

  Saludando a la multitud con dignidad y una sonrisa sincera, Jennel se abrió paso entre las felicitaciones para reunirse con Alan, erguido e inmóvil, como si esperara que el mundo entero desapareciera para ver solo a ella.

  —Buenos días, se?or Presidente —lanzó con un tono falsamente oficial, con un destello travieso en los ojos.

  —Buen trabajo, se?ora —respondió él con una sonrisa enternecida.

  Ella se acercó con un paso fluido, su voz se tornó más suave, pero su mirada seguía brillando con humor:

  —Sigo tu camino, Almirante.

  él se inclinó ligeramente, acercando su rostro al de ella.

  —Te amo —murmuró, sin reservas.

  Jennel le lanzó una falsa mirada de desaprobación, jugando el juego del protocolo:

  —Se?or Presidente, esa falta de etiqueta es inadmisible.

  Rieron a carcajadas, ignorando las miradas cómplices a su alrededor, antes de retirarse discretamente hacia su alojamiento privado.

  Una vez cerrada la puerta tras ellos, el silencio acogedor de su hogar temporal los envolvió. Alan se acercó lentamente, buscando sus ojos, hasta que estuvieron lo bastante cerca como para sentir el calor del otro.

  —?Recuerdas la visita a la Cartuja de Pavía? —preguntó de repente.

  Jennel frunció ligeramente el ce?o, tirando del hilo de sus recuerdos.

  —Ese viejo monasterio... ?Hablas de esa visita que nos incomodó a los dos, sin que supiéramos por qué?

  Alan asintió con la cabeza.

  —Sí. Esa incomodidad, tal vez… era una se?al. Te dije que serías una hermosa madre.

  Ella guardó silencio un momento, sintiendo su corazón acelerarse. Entonces él tomó sus manos entre las suyas, acariciándolas con infinita ternura.

  —Hoy quisiera preguntarte… ?Quieres que tengamos un bebé?

  La pregunta, simple pero cargada de significado, provocó una emoción profunda en Jennel. La garganta se le cerró, y con una vocecita temblorosa, preguntó:

  —?Es… es posible?

  Alan dejó pasar un instante, buscando sus palabras. Luego, con suavidad, acarició su mejilla, con la mirada sumergida en la de ella.

  —Sí.

  Hizo una pausa, dejando que la tensión se disipara un poco.

  —Con una tecnología arwiana ligeramente modificada y el uso de una matriz artificial, los resultados son más que prometedores.

  Ella lo miraba, conteniendo la respiración.

  —Dos Supervivientes pueden… procrear —concluyó con una sonrisa suave.

  Un destello luminoso nació en los ojos de Jennel, una chispa pura de felicidad y esperanza. Su rostro se iluminó con un resplandor intenso.

  —Voy a tener un hijo… —susurró, incrédula.

  Alan apretó sus manos entre las suyas, acercando su frente a la de ella.

  —Vamos a ser padres.

  Un instante suspendido, fuera del tiempo, los envolvió a ambos.

  Jennel se acurrucó contra él, deslizándose en sus brazos con la dulzura de una evidencia reencontrada. Sintió su aliento cálido contra el cuello, y sus palabras, murmuradas, le arrancaron una sonrisa:

  —Lástima que no usemos el método antiguo… sobre todo el principio.

  Alan soltó una risa sincera, abrazándola con más fuerza.

  —Siempre podemos fingir.

  El planeta azul llenaba ahora por completo la pantalla holográfica situada en la parte delantera de la nave insignia. La vista, de una belleza sobrecogedora, no sufría la menor distorsión, ofreciendo a sus observadores un espectáculo puro y conmovedor. Nubes algodonosas flotaban sobre los océanos infinitos; los continentes familiares se desplegaban bajo tonalidades ocres, pero con una triste ausencia de verde, surcados por imponentes cordilleras.

  En el silencio casi sagrado del puente de mando, dos figuras centrales contemplaban aquel milagro con una emoción palpable.

  Alan de Sol, Presidente de la Confederación de los Planetas, permanecía erguido, con las manos firmemente apoyadas en el borde metálico de la consola de navegación. A su lado, Jennel de Sol, Jefa Diplomática de la misma Confederación, mantenía los brazos cruzados, los ojos húmedos fijos en su mundo natal.

  —Ya hemos llegado —susurró Alan con voz apenas audible.

  Jennel se limitó a asentir con la cabeza, incapaz de articular palabra, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho.

  Tres naves confederadas, que lucían con orgullo el símbolo de la “S”, acababan de salir del salto hiper-cuántico en las inmediaciones de la Tierra. La operación había requerido un esfuerzo tecnológico mayor del previsto: reencontrar las coordenadas exactas del planeta en las memorias archivadas de los Gulls.

  Las naves redujeron progresivamente su velocidad al entrar en órbita baja. Lentamente, con majestad, penetraron en la atmósfera terrestre. El fuego de la fricción envolvió los cascos oscuros en un resplandor anaranjado antes de que el descenso estabilizara la temperatura.

  Rumbo al norte de Turquía.

  Alan, imperturbable a pesar del nudo que tenía en la garganta, activó el sistema de comunicación.

  —Lea.

  Pasó un segundo, luego una voz suave, con una ligera entonación sintética, se dejó oír:

  —Saludos, Comandante…

  Una breve pausa. Hubo un ajuste casi imperceptible en la tonalidad, una corrección discreta dictada por la IA de la nave:

  —… Perdón. Bienvenido, se?or Presidente.

  Alan esbozó una leve sonrisa, comprendiendo el peso de la costumbre en aquel simple lapsus.

  —?Cómo evalúas la situación en el planeta?

  —Estoy satisfecha en un 88 %, se?or Presidente.

  Jennel, que se había acercado un poco más a la pantalla, se dirigió al canal de comunicación:

  —Lea, ?Imre está cerca?

  Un instante después, la voz de Lea se oyó de nuevo, esta vez ligeramente más formal:

  —Informo de inmediato al Comandante Imre de su llegada, se?ora.

  Alan y Jennel intercambiaron una mirada cómplice. La ligera énfasis en el término “se?ora” no les pasó desapercibida: una prueba sutil del respeto programado.

  La llegada de los tres cruceros terrestres a gran altitud, dominando los majestuosos montes Ka?kar, provocó una oleada de emoción mezclada con incredulidad entre los Supervivientes de la Base. La aparición repentina de aquellas gigantescas siluetas metálicas, iluminadas por los reflejos del sol, parecía irreal tras tantos a?os de aislamiento y lucha silenciosa.

  Lea, la fiel IA de la Base, tranquilizó de inmediato a los habitantes, su voz suave resonando por los altavoces:

  —Cálmense, esas naves son aliadas. Prepárense para recibir a quienes nos liberaron.

  A petición de Alan, Lea transmitió en directo, a través de enormes hologramas instalados en todas las plazas centrales de las demás Bases, las imágenes de lo que ocurría en Turquía. El espectáculo era grandioso, y la emoción, tangible.

  La mini-nave de Alan y Jennel aterrizó con precisión quirúrgica en una zona despejada apresuradamente. El polvo se levantó en volutas plateadas, ocultando brevemente las siluetas de las dos figuras emblemáticas que descendieron de ella.

  Imre, jadeante por su carrera apresurada, se acercó con precaución antes de detenerse, titubeante. La emoción era demasiado fuerte.

  —No sé muy bien cómo debería saludarlos…

  Aquella frase sencilla rompió la intensidad del momento en un estallido de risas compartidas. Alan, con su habitual sentido del humor, respondió con tono cálido:

  —Ella es Jennel. Yo soy Alan.

  Una sonrisa poco habitual iluminó el rostro de Imre, una sonrisa de hombre que por fin veía materializarse la esperanza.

  —Tal vez podrías decir unas palabras, para que estemos al tanto de la actualidad —sugirió Imre con un toque de picardía.

  Lea transmitió instantáneamente las palabras de Alan a través de todos los hologramas activos. Alan subió a una peque?a plataforma improvisada, cuidando cada palabra para maximizar su impacto. Su voz, grave y segura, resonó por monta?as y llanuras.

  —Seré breve.

  Los murmullos se apagaron. Cada superviviente, ya fuese en Turquía o en otra Base, contuvo el aliento.

  —Las naves que ven allá arriba son cruceros terrestres de la Confederación de los Planetas. He sido nombrado su Presidente, y Jennel, aquí presente, es nuestra Jefa Diplomática.

  Dejó que la noticia se asentara en las mentes, luego, con una sonrisa irónica:

  —No está muy bien pagado, pero al menos nos dan casa y comida.

  Algunas risas nerviosas recorrieron la multitud, rompiendo la tensión acumulada.

  Entonces, de repente, su tono se volvió más serio. Cada frase cayó como una liberación:

  —Ahora escuchen con atención:

  —Los Gulls han sido exterminados.

  Un silencio de piedra cayó sobre la multitud.

  —Los nanites pueden ser desactivados en todo el planeta.

  Las miradas se iluminaron de esperanza.

  —Ahora es posible, con un peque?o empujón tecnológico, tener hijos.

  Un murmullo de asombro recorrió las filas de los supervivientes, algunos incluso estallaron en lágrimas silenciosas.

  —Y tenemos aliados que pueden ayudarnos a renacer nuestro mundo.

  Alan hizo una pausa, dejando que las emociones fluyeran entre el público.

  Luego, con un gui?o a Imre, concluyó:

  —Después de esto, tienen derecho a celebrar… con la bendición de nuestro Comandante favorito.

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  Imre, con los ojos brillantes, alzó los brazos al cielo:

  —?Que empiece la fiesta!

  Un trueno de aclamaciones estalló, no solo en las monta?as turcas, sino en toda la Tierra. Los Supervivientes, los constructores del ma?ana, se reunieron en un inmenso coro de gritos y risas. Se encendieron las llamas de las hogueras, comenzaron a sonar los primeros acordes de música, y la noche, por primera vez en a?os, se iluminó con algo más que miedo: con esperanza.

  Alan, con los brazos rodeando los hombros de Jennel, la miró con ternura.

  —Lo conseguimos.

  Jennel, conmovida, respondió en voz baja:

  —No. Lo consiguieron ellos.

  Y por primera vez, bajo el cielo estrellado de una Tierra por fin libre, la humanidad se sintió en casa.

  Ran Dal se presentó ante los servicios de la Diplomacia Confederada. Solicitó audiencia con Jennel de Sol, sin saber qué esperar, ni siquiera por qué ese encuentro le parecía de pronto tan necesario.

  Cinco minutos después, Jennel apareció en persona. Llevaba ese sutil equilibrio entre gracia y firmeza que había marcado tantos espíritus a lo largo del Imperio y la Confederación. Recibió a Ran Dal con una sonrisa cálida.

  —No necesitas pedir cita, Ran Dal. Mi puerta siempre está abierta para ti.

  Le tendió la mano, un gesto sencillo pero sincero.

  —Fuiste la primera arwiana que me conoció, y yo fui la primera terrestre en encontrarte. Hoy no somos ni militares ni diplomáticas, solo Ran Dal y Jennel, dos amigas unidas por un momento de la historia.

  Ran Dal sintió que parte de la tensión que la acompa?aba se disipaba, aunque su mirada seguía seria. Vaciló antes de sentarse, buscando las palabras justas.

  —He reflexionado mucho antes de venir… Temía que el motivo de esta visita te pareciera… secundario, o incluso irrelevante.

  Jennel se recostó suavemente en el respaldo de su silla, sus ojos atentos fijos en ella.

  —Si estás aquí, entonces esa razón tiene importancia.

  La invitación al diálogo era clara.

  Tras un momento de silencio, Ran Dal inspiró profundamente.

  —Antes de nuestro primer contacto, viajé a un planeta olvidado por casi todo el Imperium: el planeta de los Ermita?os, Ieya. Una tierra que pocos de nuestros investigadores se atreven ya a estudiar, tan envuelta está en misterio.

  Jennel arqueó ligeramente una ceja, intrigada.

  —Ieya… He oído ese nombre en las leyendas que me contaron algunos Xi.

  Ran Dal se inclinó ligeramente hacia adelante, su voz tomó un tono más grave.

  —Lo más extra?o, Jennel… fue lo que descubrí allí.

  En relación con Ieya, en textos muy antiguos, había un término que se repetía sin cesar. Un término que ni siquiera nuestras IA lograban traducir del todo, porque parecía ajeno a todas las raíces lingüísticas arwianas.

  Hizo una pausa y pronunció lentamente la palabra, como si saboreara cada sílaba:

  —Sol.

  El corazón de Jennel dio un vuelco.

  —?Sol? —repitió, los ojos muy abiertos—. Como el nombre de mi mundo de origen…

  Ran Dal asintió lentamente.

  —Exactamente.

  —Hubo un contacto antiguo, Jennel. Mucho más antiguo que esta guerra, o incluso que nuestras civilizaciones tal como las conocemos hoy. Y en ese planeta, recibí ayuda… sin ver jamás a quien me la ofrecía. Una ayuda venida de algo, o de alguien.

  Jennel permaneció en silencio un instante, asimilando la magnitud de la revelación.

  —?Crees que ese vínculo es real?

  —Lo creo —respondió Ran Dal, con voz baja pero firme—.

  Y si ese vínculo existe… entonces tal vez la clave para la supervivencia de nuestros dos mundos fue escrita mucho antes de nosotras.

  Jennel, profundamente conmovida, se levantó para acercarse a ella y posó una mano sobre su hombro.

  —Entonces encontraremos ese vínculo.

  Y pensó: ?Sol nunca fue el nombre de la Tierra, quizás del sol. Fue Alan quien usó ese nombre hace apenas unas semanas.?

  Jennel envió un breve mensaje a Alan, aún en misión diplomática en el planeta Xi. Una frase simple pero cargada de sentido:

  —Parto con Ran Dal. Destino: Ieya.

  Sabía que él entendería que era importante. Su vínculo era tal que una simple declaración bastaba.

  A bordo de la nave ligera de Ran Dal, las dos mujeres iniciaron su silencioso viaje hacia el misterioso planeta Ieya. Durante el trayecto, Ran Dal compartió su historia con todo detalle, evocando sus primeros intentos de contacto entre Arw y Sol.

  —No era una misión ordinaria, Jennel —explicó Ran Dal—.

  Tenía esa corazonada… Como si alguien, o algo, me estuviera esperando allá. Y creo que escucharon mi llamado.

  Jennel escuchaba sin interrumpir, grabando cada palabra en su memoria. El vínculo entre Sol e Ieya parecía mucho más profundo que una mera coincidencia.

  En órbita alrededor del planeta desértico, Jennel se preparó para el descenso. Decidió usar sola la cápsula de aterrizaje, dejando a Ran Dal en órbita. Esta vez, eligió posarse más cerca de las torres de piedra, evitando así el largo recorrido que Ran Dal había tenido que hacer en su día.

  Aterrizó al amanecer, esperando esquivar el frío cortante de la noche que paralizaba todo movimiento.

  Las torres ciclópeas se alzaban ante ella, austeras, casi opresivas. Jennel se acercó sin prisa, sus pasos resonaban sobre el suelo polvoriento, en un silencio absoluto. Esperó largo rato, caminando en torno a las estructuras extra?as con paciencia.

  El tiempo se estiraba, cada minuto se volvía una eternidad. Pasó una hora sin que ningún signo alterara la tranquilidad del lugar.

  —?Por qué he venido aquí? —pensó, agotada—. ?Qué se supone que debo encontrar?

  Entonces, de pronto, una voz resonó débilmente en su mente. Una sensación helada rozó su conciencia, como si el vacío mismo le susurrara al oído:

  —Esa es la pregunta, Dama Jennel.

  Su corazón se aceleró, pero forzó a su mente a mantener la calma. Estaban allí.

  Jennel formuló su pregunta con cuidado:

  —Vengo a esclarecer el vínculo entre Sol y este planeta.

  La voz respondió, etérea, como llevada por el viento cósmico:

  —No hay tal vínculo.

  El impacto casi le hizo perder el equilibrio, pero insistió:

  —Pero ayudaron a Ran Dal cuando mencionó Sol.

  —No hicimos nada.

  Jennel sintió que la frustración crecía, pero no se rindió:

  —?Y las coordenadas que le entregaron?

  —No hicimos nada.

  —?Quién entonces?

  Un silencio denso se prolongó antes de que llegara una respuesta ambigua, como un hachazo:

  —Imposible responder en este momento.

  La confusión crecía en el espíritu de Jennel. Apretó los pu?os, negándose a ceder:

  —?Por qué las crónicas vinculan Ieya con Sol?

  —Mala interpretación.

  —?Y cuál es la correcta?

  Finalmente, llegó la respuesta, tan fría como inesperada:

  —El pasado vincula a Ieya con la Dama Jennel de Sol.

  Un escalofrío recorrió a Jennel de pies a cabeza. Retrocedió un paso, atónita.

  —?A mí? ?Cómo…?

  Pero la voz ya se había desvanecido.

  Jennel intentó hacer otras preguntas, pero el silencio fue total. Los Ermita?os se habían retirado, dejando tras de sí un enigma mucho más profundo de lo que había imaginado.

  El vínculo entre Ieya y Sol no era entre dos planetas… sino con su propio destino.

  El regreso desde Ieya fue silencioso, entre miradas cargadas de reflexión entre Jennel y Ran Dal. Cada una se hundía en sus pensamientos, acosada por las palabras enigmáticas de los Ermita?os.

  —?Por qué yo? —se repetía Jennel, con las palabras de la voz resonando aún en su mente—. ?El pasado vincula a Ieya con la Dama Jennel de Sol…?

  Ran Dal, por su parte, sentía que ese vínculo ocultaba algo más profundo, un misterio que escapaba incluso a los archivos más antiguos de Arw. Pero cada intento de interpretación chocaba con un muro de incertidumbre.

  Dos días después, en cuanto Alan puso pie en el Complejo, Jennel ya no pudo contener por más tiempo aquello que la consumía. Apenas quedaron solos, le contó cada detalle de la experiencia en Ieya: las respuestas ambiguas de los Ermita?os, los silencios, y sobre todo, ese misterio personal que parecía unirla a la propia Ieya.

  Alan la escuchó en silencio, los brazos cruzados, el rostro impasible. Cuando ella terminó, permaneció pensativo un instante antes de decir:

  —No es la primera vez que preguntas sin respuesta atraviesan nuestra vida.

  Jennel bajó la mirada, pero él posó suavemente una mano sobre su hombro.

  —Hemos atravesado la Ola, sobrevivido a una guerra interestelar, liberado mundos oprimidos… Siempre habrá misterios que se nos escapen. Pero…

  Hizo una pausa, eligiendo bien sus palabras.

  —?Eso tiene que definir realmente nuestro futuro?

  Jennel permaneció callada. Alan se acercó a ella, con los ojos brillantes de esa determinación que tan bien le conocía.

  —Lo que hemos construido aquí, Jennel, no es solo una victoria política o militar. Es una oportunidad de vivir. De verdad. Como siempre lo hemos querido.

  En los días siguientes, Jennel reflexionó largamente sobre sus palabras. De tanto correr tras respuestas, había olvidado lo que realmente importaba:

  ? El renacimiento de la Tierra.

  ? La paz recuperada.

  ? Su hijo por venir.

  ? La posibilidad de vivir sin mirar constantemente hacia lo desconocido.

  Finalmente, una noche, mientras contemplaban juntos las estrellas, Jennel rompió el silencio:

  —Tenías razón.

  Alan giró la cabeza hacia ella, sorprendido.

  —Elijo vivir esta vida. Una vida de verdad. Contigo, en la Tierra.

  Una sonrisa se dibujó en su rostro, sincera y serena. Le apretó suavemente la mano.

  —Entonces olvidemos las vicisitudes del destino. Centrémonos en lo que tenemos.

  Jennel asintió, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que las preguntas sin respuesta podían quedarse donde estaban. El futuro no residía en los misterios sin resolver, sino en los momentos simples, en las sonrisas compartidas y en la promesa de una vida normal por construir.

  La micro-nave atmosférica de Alan se deslizó en silencio hasta el área de aterrizaje situada en la parte trasera de la villa. El aparato, afilado y elegante, se detuvo suavemente sobre la plataforma elevada que dominaba el mar. Lejos de parecer el hábitat precario de una misión de reconstrucción, la casa tenía aires de refugio apacible, construida en armonía con el paisaje salvaje que lentamente renacía a su alrededor.

  Los últimos estudios preliminares para la implantación de flora nativa en un nuevo sector seguían en curso. Alan había seguido de cerca su desarrollo, pero ese día, sus pensamientos estaban en otro lugar.

  Desactivó los controles de la nave con un gesto distraído, el sonido del mar abajo captando brevemente su atención. Una brisa ligera, cargada de aromas salinos, le acarició el rostro. Inspiró profundamente antes de dirigirse hacia la casa.

  Al entrar, lo recibió un silencio inusual. Recorrió con la mirada el amplio salón, inundado de luz natural, buscando instintivamente a Jennel. La voz suave y familiar de su esposa no estaba allí para darle la bienvenida. Una tensión sorda comenzó a apoderarse de él.

  ?Dónde estaba?

  Entonces su mirada se detuvo en un detalle. La matriz de incubación artificial, situada en un rincón del salón —vigilada cuidadosamente durante semanas—, estaba abierta.

  Su corazón se aceleró de golpe.

  No, todavía no… pensó.

  Sin pensar, subió de dos en dos la escalera de caracol que llevaba al piso superior. Jadeando, alcanzó rápidamente la puerta de su habitación. En cuanto cruzó el umbral, se quedó inmóvil.

  Sobre la cama, Jennel estaba semisentada, apoyada en unos cojines mullidos. La luz suave de la tarde ba?aba su rostro, iluminando la serenidad y la ternura infinita de su mirada. Contra su cuerpo, delicadamente acurrucado, descansaba un bebé plácidamente dormido, con sus diminutos dedos cerrados en un pu?o frágil.

  Los movimientos frenéticos de Alan se detuvieron de golpe.

  Ella alzó la vista y, al cruzar su mirada, una sonrisa radiante se dibujó lentamente en sus labios. Era distinta a todas las que él había visto hasta entonces —más dulce, más profunda, llena de una nueva paz.

  —Aquí está tu papá —dijo ella suavemente, con una voz que acariciaba el momento.

  Alan sintió un nudo en la garganta, incapaz de pronunciar una sola palabra. Cada batalla, cada decisión pesada, cada sacrificio los había conducido hasta allí, a ese instante suspendido en el que el destino ya no pesaba sobre sus hombros.

  Se acercó lentamente, los ojos empa?ados por la emoción. Jennel guió con delicadeza su mano hacia la peque?a espalda caliente del bebé. El simple contacto le arrancó un estremecimiento, una oleada de amor puro, poderoso e incondicional.

  —Lo conseguimos —murmuró por fin, con la voz rota por la emoción—. Por ella, por nosotros…

  Jennel asintió lentamente, con los ojos brillantes.

  —Esto es solo el comienzo, Alan.

  Afuera, el viento traía el perfume de un mundo en pleno renacimiento, mientras que, en aquella habitación ba?ada de luz, un nuevo porvenir comenzaba a dibujarse.

  Ya no para imperios… sino para una familia.

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