Sus defensas, aunque presentes, no estaban dise?adas para resistir un asalto de gran envergadura. Los muros blindados albergaban baterías de defensa incompletas, torretas de energía con suministro insuficiente y hangares a medio llenar de cazas lealistas cuyos sistemas aún estaban en proceso de calibración. No era una fortaleza. Era un blanco.
Alrededor de la base, una flota heterogénea se aglutinaba en una danza caótica. Naves de todas las procedencias, reliquias de civilizaciones desaparecidas o sometidas, formaban un frágil cortafuegos en torno a la estructura. Solo las naves Gull, pocas en número, mantenían una verdadera homogeneidad, sus cascos lisos y oscuros contrastando con la diversidad desordenada de los lealistas.
Pero todos sabían que sus posibilidades eran escasas. Ya no eran una verdadera fuerza de combate, sino apenas sobrevivientes. Aun así, lucharían hasta el final. Porque ya no tenían elección. Porque aún esperaban un milagro, un golpe de suerte providencial que cambiara el curso de la batalla.
Un milagro que nunca llegó.
La flota de Alan emergió del salto hiper-cuántico como un huracán espacial, materializándose en un muro de acero y energía a corta distancia de la base.
Los sensores enemigos enloquecieron, las comunicaciones lealistas se hundieron en el más absoluto caos. Cerca de seiscientas naves desplegaron sus estructuras masivas en una formación compacta, bloqueando de inmediato medio sector del espacio.
El efecto sorpresa fue total.
El pánico se propagó entre las filas enemigas. Algunos lealistas giraron sus naves a toda prisa, buscando una vía de escape. Otros, más disciplinados, intentaron reagruparse alrededor de la base, esperando convertirla en un bastión.
Alan observó el holograma táctico. Solo dio una orden:
—Avance lento. Empújenlos.
La flota avanzó.
Los lealistas trataron de contener el avance, desatando un fuego nutrido, pero sus disparos parecían gotas de lluvia frente a una tormenta en marcha.
Los cruceros terrícolas flanquearon la línea de frente, desplegando sus escudos a máxima potencia y estructurando los grupos de ataque, mientras que los Xi, precisos e implacables, segaban los objetivos prioritarios con eficiencia clínica.
Los Zirkis, por su parte, se lanzaban directamente al corazón del caos, forzando el combate cuerpo a cuerpo espacial, sin dejar escapatoria a los desafortunados enemigos atrapados en su estela.
Los lealistas retrocedían.
Intentaron refugiarse tras las débiles defensas de la base.
Pero las defensas no estaban listas.
Jamás habían sido concebidas para resistir un asedio inmediato, mucho menos frente a una fuerza tan disciplinada y feroz.
Las baterías pesadas de la base abrieron fuego. Pero sus disparos eran esporádicos, mal calibrados, y sus proyectiles estallaban inútilmente contra los escudos optimizados de los atacantes.
Era una ejecución metódica. Una matanza organizada.
Alan mantenía su mirada fija en la pantalla, sus ojos reflejando la fría luz del holograma táctico. Sabía que la batalla estaba ganada de antemano, pero quería acabarla sin lugar a dudas.
De repente, apareció una alerta.
Un nuevo actor entraba en escena.
Un salto hiper-cuántico masivo en aproximación.
Alan entrecerró los ojos.
Cientos de firmas energéticas se estabilizaban en el otro sector del espacio.
—?Nuevos contactos! —anunció el operador táctico—. ?Flota arwiana!
Jennel dio un respingo.
A?ssatou verificó los códigos de identificación. No se trataba de refuerzos lealistas.
Alan inhaló lentamente.
La situación pasaba de una ofensiva a una aniquilación.
La pantalla central proyectó un holograma de la Almirante Arin Tar.
Su expresión era dura, impenetrable.
—Almirante Alan, ?podemos unirnos a usted?
Un silencio pesado invadió el puente.
Alan se incorporó lentamente, fijó la vista en la imagen de la almirante arwiana cuya lengua conocía ya. Sintió una tensión silenciosa en la sala.
Luego, con voz clara, sin titubeos:
—Será un honor tenerlos a nuestro lado.
Las comunicaciones entre ambas flotas se sincronizaron.
Un diluvio de disparos se abatió sobre la base y sus defensores.
La flota arwiana bloqueó el otro sector del espacio, formando una pinza impenetrable junto a las fuerzas de Alan. Los lealistas y los Gulls quedaron atrapados.
Una trampa mortal de la que nadie saldría vivo.
Los combates fueron breves y despiadados, pero cuidadosos para no alcanzar a los nuevos aliados.
Las naves Gulls, incapaces de adaptarse al nuevo escenario, fueron sistemáticamente cazadas y destruidas.
Los lealistas, al ver lo inevitable, intentaron rendirse... pero nadie quiso aceptarlo. Nadie deseaba perdonar.
La base Gull, desgarrada por los disparos cruzados, perdió todo control. Sus estructuras colapsaron, sus reactores sobrecargados entraron en fusión. Una explosión cataclísmica iluminó el campo de batalla, sellando el destino de sus ocupantes.
Luego, el silencio.
Todo había terminado.
Alan se dejó caer contra su asiento. Fijó la mirada en la pantalla oscura donde, hacía apenas unos instantes, aún existían los últimos vestigios de la dominación Gull.
Ya no quedaba nada.
Jennel exhaló lentamente.
Habían ganado. Definitivamente.
Los restos incandescentes de la base Gull aún flotaban en el vacío espacial cuando las dos flotas victoriosas se reagruparon. Sin embargo, a pesar de la cooperación táctica que había permitido aquel triunfo, no se produjo ningún acercamiento inmediato.
Las unidades terrícolas y Xi se replegaron en un arco defensivo, consolidando sus posiciones.
Los navíos arwianos, por su parte, se posicionaron a cierta distancia, formando una barrera prudente entre sus propias líneas y las de Alan.
Una separación sutil, pero reveladora de una desconfianza aún profundamente arraigada.
Alan respiró hondo. Observó el holograma, donde las naves seguían vigilándose como potenciales adversarios. Eso debía terminar.
Abrió una comunicación directa con la flota arwiana.
—Almirante Arin Tar, propongo un encuentro. Tenemos que hablar.
La espera fue breve. La imagen holográfica de Arin Tar apareció en la zona central del puente. Su expresión era cerrada, dura, calculadora.
—?Cuál sería la naturaleza de ese encuentro? —preguntó con tono directo.
Alan dejó pasar un segundo.
—Es de suma importancia para el futuro.
Sabía que no necesitaba más justificación. La almirante comprendería el alcance de la situación.
Arin Tar lo observó atentamente.
—De acuerdo. Me trasladaré a su nave. Después de todo, estamos en su espacio.
Alan inclinó levemente la cabeza, con una ligera sonrisa en los labios.
—Me honrará con su presencia, Almirante.
—Muy bien. Partimos.
La escolta arwiana atracó en el crucero insignia de Alan unos veinte minutos después. La atmósfera a bordo era tensa cuando las escotillas se abrieron para dejar pasar a las nuevas invitadas.
Arin Tar y Ran Dal avanzaron por el pasillo central, erguidas y seguras, con sus uniformes impecables, sus miradas escrutando cada detalle de la nave terrícola.
La tripulación de Alan se había alineado a ambos lados, firmes en posición de saludo, formando una silenciosa guardia de honor.
Jennel y Alan las esperaban a la entrada del puente, con una postura neutra, medida.
Las miradas se cruzaron.
Arin Tar analizaba cada detalle de Alan, tratando de descifrar al hombre que había alterado el orden establecido.
Alan, por su parte, percibía la desconfianza y la curiosidad de la almirante.
?Así que este es Alan…?, pensaban Arin Tar y Ran Dal, midiendo por fin al hombre que había forjado su derrota… y tal vez su futuro.
—Almirante. Coronel —saludó Alan con respeto mesurado.
—Almirante —respondió Arin Tar, con una leve vacilación en el título.
Jennel se?aló una puerta lateral.
—Hemos preparado un espacio más discreto para conversar.
No se intercambió una palabra más.
Avanzaron en un silencio cargado de tensión, atravesando un último corredor antes de entrar en una sala sobria y funcional.
Un espacio reducido, sin ornamentos. Una simple mesa. Cuatro sillas. Nada que favoreciera los juegos de poder.
Tomaron asiento.
Arin Tar apoyó las manos sobre la mesa, su mirada anclada en la de Alan.
El instante quedó suspendido.
El silencio era denso en la sala. Alan había preparado este encuentro, había evaluado los riesgos, pero ahora que estaban allí, reunidos en torno a aquella mesa austera, sentía cuán difícil era verdaderamente entrar en una nueva era.
Barrió la sala con la mirada. Arin Tar estaba a la defensiva, como esperando una maniobra encubierta. Ran Dal, en cambio, permanecía impasible, pero sus ojos captaban cada matiz.
Alan inspiró profundamente y fue el primero en hablar:
—Estamos aquí porque el mundo acaba de cambiar.
Dejó que sus palabras flotaran, observando cómo resonaban en los rostros tensos de sus interlocutoras.
—Hasta hace pocos días, éramos enemigos, forzados a enfrentarnos en una guerra que nos superaba a todos. Pero hemos cambiado la ecuación.
Se interrumpió, midiendo sus reacciones. Arin Tar no mostraba nada aún, pero Alan adivinaba el análisis rápido tras su mirada penetrante.
—Sin embargo, veo que la desconfianza sigue siendo omnipresente. No los culpo. Estoy convencido de que, tarde o temprano, se disipará. Tenemos buenas razones para creer que podemos construir algo nuevo.
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Arin Tar lo fijó intensamente.
—Solo puedo admirar su optimismo, Almirante. Pero la historia nos ha ense?ado que los sue?os suelen morir antes de hacerse realidad.
Alan esbozó una leve sonrisa y se volvió hacia Jennel.
—Comandante Jennel de Sol, le dejo a usted el honor de justificar esta visión de futuro.
Jennel se quedó inmóvil una fracción de segundo. No le había dado tiempo para prepararse. Cruzó una breve mirada con Alan, buscando entender su intención. Quería que fuera ella quien hiciera el anuncio.
Entonces se recompuso, apoyó ligeramente las manos sobre la mesa y decidió empezar desde el principio.
—Evitamos una masacre total en el complejo Gull.
Una frase simple, directa, sin dramatismo.
—Por supuesto, los combates causaron enormes destrucciones. Pero preservamos un elemento esencial.
Hizo una pausa, calibrando el efecto de sus palabras.
—Conservamos el núcleo central de las máquinas pensantes Gull.
Un estremecimiento recorrió la sala.
Arin Tar se tensó imperceptiblemente.
Pero fue Ran Dal quien reaccionó primero.
Se quedó paralizada.
Su mirada se oscureció y, por un instante, pareció que se quedaba sin aliento.
Alan y Jennel lo percibieron de inmediato.
—Pudimos restablecer el enlace con sus bancos de memoria.
Ran Dal entreabrió la boca. Su instinto de analista acababa de golpearla con fuerza.
Lo comprendía incluso antes de que se lo explicaran.
Jennel la miró directamente a los ojos y soltó la verdad que lo cambiaría todo:
—Sabemos cómo desactivar las nanitas.
Un silencio aplastante cayó sobre la sala.
Arin Tar y Ran Dal quedaron literalmente petrificadas.
Ya no estaban en una nave terrícola. No frente a antiguos enemigos. Estaban ante la solución que su pueblo había esperado durante décadas.
El peso de la revelación aplastó las certezas de Arin Tar.
Ran Dal tardó varios segundos en lograr articular palabra.
—?Están… seguros? —susurró.
Jennel asintió lentamente.
—Sí.
—Ustedes… saben cómo… —Ran Dal no terminaba las frases. Todavía intentaba asimilarlo.
Arin Tar, más rápida en recobrar la compostura, apretó los pu?os.
—?Y qué esperan de nosotras a cambio?
Jennel apoyó ambas manos sobre la mesa y respondió con absoluta calma:
—Nada. Vamos a compartirlo. Sin condiciones.
El impacto fue doble.
La información era una bomba. Pero fue la ausencia de exigencias lo que terminó de desestabilizar a las arwianas.
Ran Dal miró a Arin Tar.
La almirante estaba inmóvil.
Jennel sintió la tensión en el aire, pero ya no veía una barrera infranqueable. Ya no era desconfianza, era incredulidad.
Las miró a ambas a los ojos, sin vacilar.
Y entonces sonrió.
—Pueden alegrarse, hermanas, como yo me alegro.
Las palabras resonaron en la sala.
Arin Tar retrocedió ligeramente. Ran Dal entrecerró los ojos.
Hermanas.
El silencio fue tan brutal como el impacto de una torpedo en el casco de un crucero.
Jennel acababa de entender por qué Alan había querido que fuera ella quien hablara.
Los arwianos eran una sociedad matriarcal.
Era ella quien debía hablar.
Era ella quien debía abrir la puerta.
Enderezó los hombros, aceptando plenamente el rol que acababa de asumir.
—Me alegra poder salvar a su pueblo. Me alegra poder darles la libertad que merecen. Pero sepan que no somos tan distintos.
Colocó una mano sobre su pecho, sobre el emblema de su uniforme.
—Nosotros también tenemos un mundo que salvar. Sol sigue allí, esperando a quienes jamás lo olvidaron. Y no estamos solos. Todos los ex-mercenarios compartían ese sue?o sin atreverse a creer en él. Hoy, ese sue?o es real.
Arin Tar y Ran Dal intercambiaron una mirada.
Era demasiado. Demasiadas emociones. Demasiado impensable.
Alan se levantó lentamente, su mirada igual de intensa.
—No hay enemigo ahí fuera.
Arin Tar levantó los ojos hacia él.
—No hay flota enemiga. Solo hay seres… que quieren volver a casa.
El silencio cayó de nuevo.
Pero esta vez, era distinto.
Ya no había incredulidad, solo la inmensidad de una nueva comprensión.
Arin Tar abrió ligeramente la boca, la cerró, buscando sus palabras.
Finalmente, su voz fue casi un susurro cuando preguntó:
—?Estos… estos datos podrán ser transmitidos a nuestro mundo?
Alan le dirigió una mirada franca, casi cálida.
—Serán transmitidos. Antes incluso de que regresen a su nave.
Ran Dal inspiró profundamente, buscando recuperar algo de control.
Arin Tar se levantó, su movimiento ligeramente inseguro, como si su propio cuerpo aún no comprendiera lo que estaba haciendo.
Fijó su mirada en Alan, en Jennel, luego lanzó una última mirada a Ran Dal.
Luego se irguió, respirando hondo.
Y, con voz baja, ronca, aún marcada por la conmoción, murmuró un agradecimiento.
Una simple palabra.
Un simple soplo.
Pero que contenía todo el peso de la Historia.
Ran Dal, por su parte, no dijo nada.
Simplemente posó una mano amiga sobre el hombro de Jennel.
Y en ese gesto, sin una palabra más, Jennel comprendió.
Todo acababa de cambiar.
Los acontecimientos se sucedieron sin precipitación, pero con un voluntarismo innegable.
La flota de Alan, ahora investida de una nueva legitimidad, se reunió en el complejo Gull, que ya no era un bastión enemigo, sino un futuro centro neurálgico para la organización del mundo posguerra.
Los Outils, esas máquinas serviles e incansables, trabajaban sin descanso. Sus tareas eran múltiples: restaurar las estructuras da?adas, reorganizar las zonas de alojamiento, y sobre todo, crear nuevos sectores de mando.
Alan se empe?aba en mantener el complejo operativo.
No solo porque representaba una ventaja estratégica evidente, sino también porque ahora se había convertido en un punto de reunión para las fuerzas liberadas.
Los arwianos, por su parte, no mostraban interés alguno en el sector. Retiraban progresivamente sus escuadras, dispersándolas hacia bases más alejadas, dentro del Imperium.
La propia Arin Tar había insistido en ello:
—Hemos ganado la guerra, Alan de Sol. Pero ahora nuestro pueblo debe aprender a vivir sin ella.
Un mensaje simple, pero cargado de significado.
Mientras tanto, los primeros emisores desactivadores de nanitas comenzaban a ser desarrollados.
Este proyecto estaba supervisado por equipos arwianos, trabajando para ambos bandos, prueba de que la desconfianza empezaba a disiparse.
Alan podría haber confiado esa tarea a los Outils. Su precisión y rapidez indicaban que habrían podido fabricar esos emisores en un tiempo récord.
Pero no lo hizo.
Estaba jugando otra carta.
La de la confianza.
La de la reconstrucción.
Y en las sombras cambiantes del antiguo complejo Gull, entre las pasarelas flotantes y los salones reacondicionados, estaba naciendo un nuevo orden galáctico.
Sin embargo, no todos siguieron el mismo camino.
Algunos grupos, escasos pero resignados, desertaron de la flota.
No tenían ilusiones sobre el futuro de sus mundos, devastados, contaminados y simplemente perdidos para cualquier esperanza.
Prefirieron desaparecer en las profundidades del espacio, buscando un destino que ya no dependiera de esta guerra.
Los demás esperaban.
Esperaban, por supuesto, los desactivadores, pero también una dirección, un objetivo, algo que diera sentido a la libertad recién conquistada.
Y la idea vino de los Xi.
No estaban solos: otras razas, más discretas, también lanzaron la idea de una unidad interplanetaria, una alianza entre los que habían sobrevivido, los que habían combatido, los que habían sufrido.
Todos tenían algo en común: habían visto sus mundos reducidos a polvo.
Alan observaba este movimiento naciente con satisfacción.
No había intentado implicarse directamente, cauto respecto a su propio papel en esta reconstrucción. Pero sabía que era inevitable.
Una Confederación de Planetas estaba naciendo.
Quedaba ahora el punto más delicado:
?Cómo estructurarla?
?Cómo conciliar tradiciones, culturas, modos de pensamiento a veces diametralmente opuestos?
Las discusiones se prolongaron. Algunos pueblos estaban apegados a sistemas tribales, otros a consejos de ancianos, otros aún a monarquías milenarias.
Pero un único punto generó rápidamente consenso.
Hacía falta un líder.
Un guía, un aglutinador, un pilar.
Alguien que encarnara la Confederación sin aplastarla.
Cada raza tenía una visión ligeramente distinta de esta función.
Los terrícolas, acostumbrados a sistemas democráticos, hablaban de un Presidente.
Los Xi proponían un Primer Mediador, encargado de mantener el equilibrio y facilitar las decisiones colectivas.
Los Zirkis, fieles a su cultura guerrera, sugerían un Gran Estratega, aquel que había probado su valía en combate y debía guiar a la Confederación hacia la perennidad.
Y cuando llegó el momento de nombrar un candidato, no hubo sorpresas.
El nombre que surgía una y otra vez era el mismo: Alan de Sol.
Pero Alan no perseguía tal destino.
Desde aquel día en que había conocido a Jennel, su único objetivo, y seguramente su única razón para luchar y vivir, era salvar a la mujer que amaba.
Y para eso, debía salvar la Tierra.
Restaurarla. Liberarla.
Ya no quería ser un jefe de guerra, ni un líder interplanetario.
Quería volver a casa.
Pero ?podía rechazarlo?
Las miradas que se posaban sobre él estaban llenas de esperanza.
Los Xi, con su sabiduría milenaria, lo observaban con gravedad.
Los Zirkis, impacientes y conquistadores, veían en él la punta de lanza de un nuevo poder.
Los Terrícolas esperaban un guía, una esperanza, alguien que los llevara de regreso a su mundo perdido.
Y Jennel.
Jennel lo observaba sin decir nada, pero él conocía bien esa mirada.
Ella ya sabía lo que él haría.
Unos días antes.
Jennel cruzó los brazos, recostada contra el respaldo del sofá, observando a Alan ir y venir sin descanso en su apartamento.
Daba vueltas como un felino enjaulado.
—Me estás mareando, cari?o.
Alan se detuvo medio segundo para lanzarle una mirada exasperada, luego reanudó su movimiento incesante.
—?Sabes lo que se me viene encima? —gru?ó.
Jennel arqueó una ceja con aire burlón.
—Pobre Alan, víctima de su popularidad.
él se detuvo en seco y alzó los brazos al cielo.
—?Un poco de compasión, Jennel! ?Tengo un dilema real!
Ella inclinó la cabeza de lado, divertida.
—?Y cuál es ese terrible dilema?
Alan suspiró, pasando una mano por su cabello.
—Quiero regresar a la Tierra, participar en su renacimiento, verla revivir... pero al mismo tiempo, todos me presionan para que acepte esta maldita carga de ser jefe de la Confederación.
Jennel sonrió dulcemente y se levantó para acercarse a él.
—Puedes hacer ambas cosas, Alan. Siempre que sepas rodearte bien.
él la miró intensamente.
—?Contigo? —preguntó.
Ella le dio una palmadita en la mejilla con un aire falsamente serio.
—?Yo? Yo me voy a dedicar al jardín y la cocina. Y va muy en serio.
Alan estalló en carcajadas, pero Jennel no apartó la mirada. él vio que hablaba en serio.
Ella quería una vida simple, después de todo aquello.
La contempló un instante, luego inspiró profundamente.
—De acuerdo. Aceptaré. Pero no para siempre. Solo el tiempo necesario para poner la Confederación en marcha.
Jennel sonrió, con aire travieso.
—Te ha llevado todo este tiempo decir lo que ya habías decidido.
Alan la miró, atónito… y luego, se echó a reír.
—Jennel de Sol, eres diabólica.
—Lo sé —respondió ella, encogiéndose de hombros.
Los primeros desactivadores de nanitas habían sido finalmente probados con éxito, un acontecimiento histórico observado de cerca por los representantes de la Confederación y del Imperium.
Los resultados requirieron algunos meses de observación para confirmar su eficacia.
Los planetas anta?o devastados por la proliferación de nanitas parecían finalmente listos para iniciar su sanación.
Mientras tanto, se estableció un gobierno reducido en el Complejo.
Un enlace hiperspacial sofisticado conectaba ahora el centro de mando con los planetas del Imperium, facilitando una comunicación fluida y constante.
Surgió rápidamente una cuestión fundamental:
?Quiénes se unirían realmente a la Confederación?
Cada mundo debía decidir si deseaba restaurar sus infraestructuras, resucitar su biosfera y volver a ser un verdadero Estado soberano.
La restauración era ahora posible, pero ?con qué medios?
Las nanitas ya no eran una amenaza activa, pero había que reconstruir todo lo perdido – un desafío colosal, especialmente para los mundos más arrasados.
Y eso sin abordar, por el momento, la cuestión crucial del desarrollo demográfico.
Ante esta complejidad, los líderes de la Confederación y del Imperium acordaron organizar una gran conferencia interestelar para tratar estos temas fundamentales.
?El objetivo? Establecer los términos de una colaboración duradera.
La elección del lugar para esta conferencia no fue casual: Drea.
Este planeta en proceso de terraformación simbolizaba perfectamente la esperanza de un renacimiento.
Representaba la oportunidad de demostrar que incluso los mundos perdidos podían resurgir.
La delegación confederada fue encabezada por Jennel de Sol, ahora Jefa Diplomática de la Confederación.
Su presencia encarnaba la voluntad de un diálogo pacífico y una cooperación constructiva entre antiguos enemigos y nuevos aliados.
Jennel de Sol se había convertido en mucho más que una simple representante de la Confederación.
Dentro de la sociedad matriarcal arwiana, había adquirido un aura casi legendaria, considerada como el primer contacto: aquella que había tendido la mano, roto el ciclo de la guerra y abierto el camino hacia un nuevo futuro.
Su imagen circulaba por todo el Imperium, inmortalizada en hologramas y relatos que la presentaban casi como una Arwiana más.
Su apariencia ligeramente distinta –su cabello negro y sus rasgos terrícolas– le confería un toque de exotismo fascinante, lo que no hacía sino aumentar su prestigio.
Alan, siempre discreto respecto a los honores, no podía evitar sentir un profundo orgullo.
Sabía que Jennel nunca había buscado ese reconocimiento, pero veía en ella a la verdadera arquitecta de la paz.
Para él, cada mirada admirativa, cada homenaje de los Arwianos, era merecido.
Ella había sabido comprender, a lo largo de los meses, sus valores, tejer vínculos sin imponer nada y encarnar una esperanza inesperada para millones de vidas.
Pero Jennel, por su parte, vivía esa gloria repentina como una carga.
—No soy una leyenda, solo soy una mujer que intentó hacer lo correcto —confesó una noche a Alan, su voz cansada y sus ojos brillando de preocupación.
—Has hecho mucho más que eso —respondió Alan, tomando suavemente su mano—. Has devuelto a muchos pueblos las ganas de creer de nuevo.
Aun así, sus dudas persistían.
Se sentía abrumada por esa imagen que le atribuían: una diplomática visionaria, una heroína política.
Sus cualidades humanas —y quizás ya arwianas—, su sutileza natural, su encanto discreto, no le parecían suficientes para estar a la altura del papel que le asignaban.
Olvidaba su don.
Visualizar las intenciones de sus interlocutores era una ventaja considerable.
Al llegar a Drea, Jennel sintió una profunda emoción.
El viento cálido, cargado de polvo, llevaba consigo el eco de las cicatrices de la guerra, pero también la promesa de un futuro fértil.
Desde el principio, Jennel sabía que lo que pedía a los Arwianos era colosal.
Resucitar la vida biológica en más de una veintena de mundos esterilizados por los Gulls representaba un esfuerzo logístico, científico y económico titánico.
Estos planetas, anta?o florecientes, eran ahora esferas muertas, privadas de su esencia vital por los efectos devastadores de las nanitas destructoras.
La resurrección de esos mundos ofrecía a los últimos representantes de los pueblos de la Confederación la posibilidad de regresar a sus hogares, reconstruirlos y borrar las cicatrices de una guerra interminable.
Pero sus demandas no se detenían allí:
también requería ayuda material inmediata para estabilizar las infraestructuras de la naciente Confederación, abastecer a las flotas y apoyar a las poblaciones desplazadas.
Una exigencia que incluso los Arwianos, pese a ser aliados en esta paz recién nacida, consideraron inicialmente con recelo.
Jennel no había acudido sin recursos.
Si los Arwianos vacilaban en otorgar tal ayuda, ella tenía inestimables contrapartidas que ofrecer:
-
El desactivador de nanitas, entregado sin condiciones previas. El pueblo arwiano estaba en deuda.
-
Las tecnologías extraídas de los bancos de memoria de los Gulls:
? Avances en bioingeniería para acelerar la terraformación.
? Nuevas armas defensivas capaces de proteger eficazmente los mundos restaurados y los del Imperium frente a amenazas futuras.
? Mejoras en energía estática, reduciendo considerablemente los costos de explotación de los recursos planetarios.
-
La pieza maestra:
? Una modificación del campo estático que permitiría transiciones hiper-cuánticas a distancias hasta entonces inimaginables.
? Conectar sistemas estelares separados por abismos interestelares, incluso cruzando los inmensos vacíos entre brazos galácticos.
? Explorar nuevas regiones de la galaxia, favoreciendo una expansión pacífica.
Jennel había orquestado su estrategia de negociación cuidadosamente.
Primero las demandas. Luego los regalos.
Presentó de entrada la magnitud de lo que esperaba de los Arwianos, sembrando una natural vacilación en sus interlocutores.
Después, metódicamente, desplegó casi todas las ventajas de ese acuerdo para el Imperium, mostrándolo además como una oportunidad para reforzar su propia estabilidad económica y política al invertir en la resurrección de esos mundos.
Una oportunidad única para afirmar su posición como líderes morales en esta nueva era.
Finalmente, reveló —casi como colofón— la mejora de los tránsitos hiper-cuánticos.
La mirada de la Almirante Arin Tar se endureció entonces… no por escepticismo, sino por el asombro ante un potencial tecnológico capaz de redefinir el futuro galáctico.
El acuerdo fue finalmente concluido con entusiasmo por ambas partes.
Los Arwianos aportarían su apoyo total a la restauración de los mundos esterilizados, ofreciendo recursos y tecnologías, mientras que recibirían a cambio un inestimable acervo de conocimientos.
Este éxito, sin precedentes, consolidó a Jennel de Sol como una figura imprescindible en toda la Confederación.
Ahora era vista como la negociadora del renacimiento.
JENNEL
Vale, soy una chica bastante decente y me manejo bien en sociedad.
Pero de ahí a que me consideren una especie de genio de la diplomacia y un personaje legendario, ?digo no!
Quiero cultivar mi jardín… de tama?o planetario, en realidad.
Quiero hacerlo con Alan, sin que tenga que preocuparse del destino del universo.
Solo de mí.
Y quizás...