Carus tenía tan solo 12 a?os cuando vió, lejos al oeste, como aquel titán alado, del color de las magnolias y los malvones, era impactado por la legendaria hechicería de los magos del Imperio. Salió corriendo desde el invernadero, sobre los pasillos de grava y con cuidado de no pisar ninguna plántula, hacia el cobertizo donde estaba su abuelo.
– ?Abuelo, abuelo! ?Viste eso eso? ?Lo oíste? ?Yo lo ví, lo ví!
El anciano estaba dentro del cobertizo afilando unas cizallas frente a la ventana. él también había visto la escénica caída de aquella bestia, pero a diferencia del peque?o Carus, no era fascinación lo que sintió. El viejo Marlo sí sabía lo que representaba aquella bestia allí, tan cerca de Alta Ytroia. Era una demostración de poder por parte de un enemigo inesperado. Una amenaza de aniquilación repentina. Una declaración de guerra.
Carus festejó una vez más al ver pasar la escuadra de aviones de combate de la Fuerza Aérea del Imperio de Insalik, esta vez mucho más cerca. Más de una docena de aquellas máquinas milagrosas, con el estridente rugido de sus motores y la característica traza carmesí que dejaban al pasar. Se dirigían de vuelta a la base aérea de Nor’Siffhen, a medio camino de la capital. Alcanzar ese lugar en carreta tomaba varios días, pero los pilotos podían atravesarlo en tan solo unas pocas horas.
Extendiendo sus brazos perpendicularmente a su cuerpo, el ni?o corrió por todo el jardín. Con su boca imitó los rayos y explosiones sobre los cuales tantas historias había oído y que ahora había presenciado por sí mismo. Estaba tan emocionado que no notó lo cerca que le pasó a las peligrosas hiedras y zarzas en uno de los surcos más laterales, y su abuelo tampoco se lo advirtió. Era extra?o que el anciano no lo hubiera reprimido por su torpeza; pero en ese momento, demasiadas cosas pasaban por la cabeza del hombre como para preocuparse por esa nimiedad.
La diversión del ni?o fue interrumpida al momento que su brazo se ancló repentinamente. Al voltearse, vió que su abuelo lo había pellizcado de una manga y empezó a tirar de él en dirección de la casa.
–“Vamos adentro. Ahora.” –dijo severamente.
Por motivos que no comprendía, a Carus se le prohibió salir de la casa por el resto del día, así como por los siguientes. Al principio gritó y lloró encaprichado, pero la seriedad con la que se mostraban su madre y su abuelo lo hizo entrar pronto en razón. Decidió entonces que ese era un buen momento para continuar las lecturas que había abandonado cuando empezó a florecer la primavera. Los manuales que había escrito su abuelo y los relatos épicos que le había traído desde la capital lo mantuvieron entretenido hasta el retorno de su padre, dos días después.
Durante ese tiempo, Carus vió a su madre comportándose de lo más extra?o. Una tarde había guardado un montón de ropa y otras pertenencias en los bolsos grandes, esos que solían usar cuando viajaban a la gran ciudad. Por la ma?ana fue a comprar un montón de comida: varias bolsas de cereales, granos y guisantes, como también quesos, frutos secos y raíces; suficiente para comer por, al menos, varias semanas. Por las noches se negaba a encender las lámparas de aceite de la casa, y obligó a Carus a dormir con ella en su habitación. Jamás la había visto rezar tanto; y no eran las habituales plegarias al Creador que Carus conocía bien. Si hubiera prestado más atención, quizá hubiera escuchado la mención del Protector.
Por otro lado, el abuelo Marlo no se mostraba tan extra?o. Parecía estar pasando incluso más tiempo en su taller, algo que siempre lo mantenía contento. Había cortado una cantidad sorprendente de flores, tallos y raíces de su jardín, incluso aquellas que antes había dicho que seguían inmaduras. Al antiguo pimentero de la propiedad lo había casi vaciado de bayas; y los arbustos de melisa y manzanilla fueron arrancados desde la base del tallo . Debía tener mucho trabajo, por algún motivo.
La llegada de Dalo se dió en una ma?ana soleada y despejada. Entró por la puerta trasera, dejando los zapatos sucios en una repisa baja y su bastón contra la pared, y así cojeó hasta la sala de estar. Allí se encontraba Carus, sentado en el suelo, tan absorto en su libro que no notó el llegar de su padre hasta que este le llamó la atención con un silbido sutil. Carus se levantó de un salto y corrió a abrazarlo. Su padre parecía el único de la familia que no se mostraba lúgubre.
–Cuéntame lo que viste, amiguito. –dijo Dalo– De seguro fue espectacular.
Carus narró el combate que había presenciado días atrás con el nivel de exageración que sólo un ni?o fanático podía manejar. Mencionó el pasar de los aviones, las explosiones, los estruendos, y las manchas de colores verdes, rojas y amarillas. A pesar de que todo eso sucedió cerca del horizonte, él lo presentó como si hubiera sido justo sobre su cabeza. Su padre lo escuchaba atentamente, y compartía la emoción en los momentos clave, cerrando la escena con un efusivo festejo.
Stolen story; please report.
El barullo de los muchachos convocó a Velta, que estaba ocupada en la cocina, y cuya preocupación constante fue suspendida por un momento al ver a su marido en casa. Se saludaron con un beso, al que Carus reaccionó con asco, seguido con un largo abrazo que silenció los sollozos de la mujer.
La familia completa se reunió en la mesa de la cocina poco después del mediodía. Compartieron el almuerzo de la manera habitual, festejando el regreso de Dalo de sus viajes de negocios. Pero esta vez, el hombre no contó sus éxitos ni compartió anécdotas de las tabernas visitadas por la provincia. Había noticias más importantes, traídas directamente de Alta Ytroia, que los demás adultos aguardaban con ansias.
–Dicen que la situación está controlada, que aquí sigue siendo seguro –concluyó–. El frente de batalla se mantiene controlado al sur, suficientemente lejos.
–?Pero qué demonios hacía ese terrible monstruo aquí, entonces? –preguntó Velta. Ella apenas había tocado la comida en su plato.
–Según los reportes oficiales, fue una especie de ataque sorpresa desesperado; pero aún no hay información certera. No hubo ningún prisionero que interrogar. Bah, no hubo ningún enemigo inteligente que interrogar, de hecho. –Aclaró Dalo, despreciativo.– Eran todas bestias salvajes, ningún comandante rebelde. Y lo importante es que una vez que derribaron al anciano, los dragoncillos que seguían vivos volvieron todos por donde vinieron.
–No, –interrumpió el más anciano, solemnemente– lo importante es que el 18vo escuadrón de la FAINI llegó a tiempo. Tuvimos muchísima suerte.
Carus se preguntó cómo sabía su abuelo que el escuadrón que habían visto era el 18vo. Su padre no lo había mencionado en su relato. Si él mismo no los reconoció, era imposible que el viejo herborista los hubiera identificado. Quizá lo había oído de alguien más.
–Claro que sí. Está todo bajo control, padre. –insistió Dalo. Pero Marlo no estaba tan seguro. él conocía la guerra mucho mejor que cualquiera en esa mesa. Podría haber expresado su opinión y justificarla sólidamente, pero remitirse a las pruebas llevaba a recuerdos demasiado dolorosos que entonces prefirió evitar.
Dalo y Carus permanecieron en la mesa del comedor por largo rato, incluso cuando los demás ya se habían ido. El sol había empezado a caer bajo el horizonte, haciendo que las lunas se vean cada vez más brillantes en el cielo azul, casi negro.
A pedido del ni?o, Dalo le contó sobre todas las cosas que vió en la gran ciudad al noreste: ciencia, tecnología y magia eran moneda corriente allí, y las novedades llegaban desde la capital con solo unas pocas semanas de demora. Entre partidas de Chartlé, en las que Carus comenzaba a acercarse más y más a la victoria, comentó sobre vehículos cada vez más veloces, sistemas de refrigeración más eficientes, y baterías cada vez más duraderas. De hecho, creía que pronto comenzarían a llegar lámparas eléctricas a las plazas de Olrrow, el centro urbano más cercano, lo cual comentó con admiración. Pero lo más importante lo había guardado para el final, y su emoción de contarlo crecía con la expectativa.
–Un viejo conocido, amigo del abuelo Marlo, me invitó a una exposición especial. Era como una reunión secreta. ?Y sabes donde fué?
–?En el castillo del Conde? –Exclamó Carus, pero su padre retrucó.
–Aún mejor. En un hangar. Y no cualquiera. Un hangar subterráneo.
–?No me digas que…! –Se sobresaltó Carus, sus ojos bien abiertos y fijos en su padre.
–Sí. Nos presentaron un nuevo avión. Era solo un prototipo, claro, pero fue sorprendente.
–?Y cómo era? ?Era un interceptor verdad? ?O quizá un cazador?
–Alcánzame un papel y lápiz, que intentaré dibujarlo, pero solo si prometes no burlarte.
Sin duda alguna, Carus saltó de la silla, derribándola, y corrió hacia la sala de estar. Allí tomó del escritorio lo que le habían pedido, y volvió igual de rápido. Dalo entonces comenzó a bocetear mientras describía lo que había visto. A pesar de su modestia, aquel diagrama improvisado tomó una forma clara y distintiva.
–Efectivamente era un interceptor, buena suposición. Era enorme, y muy largo, aunque tenía alas relativamente peque?as y en forma triangular. Las tomas de aire eran cuadradas, así, con las cabinas de artilleros justo encima. ?Ah! ?Y tenía cuatro motores! ?Cuatro! Uno en cada ala, y dos bajo la cola. Estoy seguro que lo dise?aron para alcanzar a los dragones dorados.
El peque?o Carus escuchaba la descripción de su padre como hipnotizado, ansioso de escuchar historias sobre esa nueva nave, o incluso verla cruzar el cielo azul. Imaginó escenarios sorprendentes, de maniobras arriesgadas y alturas imposibles.
–?Papá! –interrumpió de repente– Algún día voy a pilotear ese avión y volar más rápido que un rayo.
Dalo sonrió mientras sacudía el pelo de su hijo.
–Sí, estoy seguro de que lo harás.